PEPE HIERRO
1922-2002
VOY INUNDÁNDOME DE MÚSICA
(ANTOLOGÍA)
BREVE PRESENTACIÓN INNECESARIA
José Hierro del Real nace en Madrid y pertenece a la llamada primera generación de la posguerra dentro de la llamada poesía desarraigada o existencial.
En sus primeros libros, Hierro se mantuvo al margen de las tendencias dominantes y decidió continuar la obra de Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado, Pedro Salinas, Gerardo Diego e, incluso, Rubén Darío.
Posteriormente, cuando la poesía social estaba en boga en España, hizo poesía con algunos elementos experimentales (collage lingüístico, monólogo dramático, y culturalismo).
Poseía la curiosa superstición de no poder escribir nunca en su propia casa; era normal verlo en la cafetería de Avenida Ciudad de Barcelona, en Madrid; en ella y en otros cafés escribió toda su obra.
Era sin embargo un trabajador lento y minucioso: algunos de sus poemas tardaron años en encontrar la forma definitiva. También se dedicó al dibujo ocasionalmente.
Su poesía es poderosamente evocativa y ahonda en una intimidad erosionada por un tiempo implacable. Se percibe la influencia de Gerardo Diego.
PRELUDIO
Después de miles, de millones de años,
mucho después
de que los dinosaurios se extinguieran,
llegaba a este lugar.
Lo acompañaban otros como él,
erguidos como él
(como él, probablemente, algo encorvados).
A partir de onomatopeyas ,
de monosílabos, gruñidos,
desarrolló un sistema de secuencias sonoras.
Podría así memorizar sucesos del pasado,
articular sus adivinaciones,
pues el presente -él lo intuía- no comienza ni finaliza
en sí mismo, sino que es punto de intersección
entre lo sucedido y lo por suceder,
llama entre la madera y la ceniza.
Los sonidos domesticados decían
mucho más de lo que decían
(originaban círculos concéntricos
-como la piedra arrojada al agua-
que se multiplicaban, se expandían,
se atenuaban hasta regresar a la lisura y el sosiego):
y todos percibían su esencia misteriosa
que no sabían descifrar.
Con reverencia temerosa
escuchaban mensajes tan incomprensibles
como los de la llama, la ola, el trueno
(tal vez con la misma inquietud con que escuchamos al doctor
que diagnostica nuestro mal
utilizando tecnicismos nunca oídos,
de manera que no sabemos
si -impasible y profesional-
es nuestra muerte lo que anuncia
o es la vida).
Nadie comprendió entonces sus palabras.
Por eso andan, ahora, las palabras
pasando por los vientos,
ávidas de que alguno las recoja
siglos después de pronunciadas.
Y aquí están aguardando que alguno las escuche,
aquí en el lugar mismo en donde fueron pronunciadas,
aquí donde confluyen
Broadway y la Séptima Avenida.
Fue aquí donde él me vio,
donde narró la crónica
de este instante en que estoy evocándolo.
Aquí, entre anuncios luminosos,
en la ciudad de Nueva York.
Dejé un instante de pensarte. Había
sucedido algo en ti cuando volviste.
Venías más nostálgico, más triste,
seco tu sol que iluminó mi día.
Alguien -sé quién- que yo no conocía,
alguien que calza sueños de oro, y viste
almas dolientes, te pensó. Caíste
al pozo donde muere la alegría.
¿Por qué fuiste pensado, malherido,
pensamiento de amor? ¿Cómo han podido
pasarte el corazón de parte a parte?
¿Por qué volviste a mí, sufriendo, a herirme?
¿No recuerdas que tengo que ser firme?
¿Es que no ves que tengo que matarte?
OLAS
Blanco, ceñido de luz blanca
desde los pies a la cabeza.
Vienen de lejos hasta mí,
se alzan, me embisten, me rodean.
Hacen nacer dentro del alma
no sé qué antiguas inocencias.
Alegría sobre las olas,
en los troncos de las palmeras,
alegría de oros y azules
bajo la luz que se dispersa.
(Esta alegría que ahora siento
yo sólo sé lo que me cuesta.)
He podado las viejas ramas
que maduró el dolor. Las viejas
ramas. Ya el árbol tiene blancas
flores, y frutas opulentas.
Tras el dolor consigue el alma
su plenitud. Sólo así llega
a reposar en la alegría,
a sentirse total y nueva.
He podado las viejas ramas.
(Yo pregunté sin que me oyeran.
Quise saber si era el otoño:
tenía el cielo una luz vieja,
un oro pálido y sereno,
como las hojas secas.
Veía siempre una gaviota
planear sobre mi cabeza).
He podado las viejas ramas,
la vida entera.
Enterré en el fondo del pozo
mi clara estrella.
He podado las viejas ramas.
Puse luz en mi noche negra
para que hoy beba su alegría
la pobre alma...
Me rodean.
Blanco, ceñido de luz blanca
desde los pies a la cabeza.
El alma bebe su alegría
entre las olas. Se despierta
de su mal sueño. Arena casi
maternal. Entre las palmeras
hay aves de oro, frutos de oro,
niños de oro, doradas hierbas.
Las olas rompen y me embisten,
y me visten de blancas yedras.
¡Alegría sobre las olas
disparando loca sus flechas!
Despiertan dentro de mi alma
no sé qué antiguas inocencias.
Alegría sólo presente
para que siempre sea eterna.
(Esta alegría que ahora siento
yo sólo sé lo que me cuesta).
A ORILLAS DEL EAST RIVER
I
En esta encrucijada,
flagelada por vientos de dos ríos
que despeinan la calle y la avenida,
pisoteada su negrura por gaviotas de luz,
descienden las palabras a mi mano,
picotean los granos de rocío,
buscan entre mis dedos las migajas de lágrimas.
Siempre aspiré a que mis palabras,
las que llevo al papel,
continuasen llorando
-de pena, de felicidad, de desesperanza,
al fin, todo es lo mismo-,
porque yo las había llorado antes;
antes de que desembocasen en el papel blanquísimo,
en el papel deshabitado, que es el morir.
Dejarían en él los ecos asordados, empañados,
de lo que tuvo vida.
Alguien advertiría la humedad de las lágrimas,
lloraría por seres que jamás conoció,
que acaso no es posible que existieran
aunque estuvieron vivos
en el recuerdo o en la imaginación.
Lloraríamos todos por los desconocidos,
los -para mí -difuminados
en la magia del tiempo.
Contra las estructuras
de metal y de vidrio nocturno
rebotan las palabras aún sin forma,
consagradas en el torbellino helado,
y no me hacen llorar.
Yo ya no sé llorar. ¡Y mira que he llorado!
II
Yo ya no lloro,
excepto por aquello que algún día
me hizo llorar:
los aviones que proclamaban
que todo había terminado;
la estación amarilla diluida en la noche
en la que coincidían, tan sólo unos instantes,
el tren que partía hacia el norte
y el que partía hacia el oeste
y jamás volverían a encontrarse;
y la voz de Juan Rulfo: «diles que no me maten»;
y la malagueña canaria;
y la niña mendiga de Lisboa
que me pidió un «besiño».
Yo ya no lloro.
Ni siquiera cuando recuerdo
lo que aún me queda por llorar.
COPLILLA DESPUÉS DEL 5º BOURBON
Pensaba que sólo habría
sombra, silencio, vacío.
Y murió. Estaba en lo cierto.
El mismo Dios se lo dijo.
INAUGURACIÓN DE MONUMENTO
Los hombres graves desaparecieron
después de haber clavado al mediodía
su bastón de solemnidad.
Quedó sola la estatua. y quedó el niño
a su sombra, riendo. Era evidente
como la hoja verde; inexplicable
también como la hoja verde.
¿Qué hacía el niño aquel? ¿Quién era? ¿Cómo
vino hasta allí? y ¿por qué? Súbitamente
el niño desapareció.
Y no como los hombres de antes, esos
del canto llano del discurso.
No: como un ángel o una melodía;
así fue: como el viento o el amor.
La estatua aquella señalaba
hacia el lugar justo del hombre,
el que rompía sus cadenas, lágrima
a lágrima. Y su exvoto era la propia
estatua, cincelada verso a verso,
imán para el recuerdo, testimonio
liberador, inmortalizador.
Allí, donde indicaba el brazo. Allí
estaría el poeta, el hombre, oculto,
acechando su gloria, imaginando
lo por venir. Detrás de los arriates
estaría su vida clara,
sin peso. Entré...
Allí estaba
el niño. Y comprendí.
SERENIDAD
(LECTURA DE MADRUGADA)
Serenidad, tú para el muerto,
que yo estoy vivo y pido lucha.
Otros habrá que te deseen:
ésos no saben lo que buscan.
Si se durmieran nuestras almas,
si las tuviéramos maduras
para mirar inconmovibles,
para aceptar sin amargura,
para no ver la vida en torno
apasionadamente nunca,
duros y fríos, como piedra
que sopla el viento y no la muda...
Almas claras. Ojos despiertos.
Oídos llenos de la música
del dolor. Los dedos felices,
aunque los hieran las agudas
espinas. Todo el sabor agrio
de la vida, en la lengua.
«Nunca
podrás mojar tu pie en el río
en que ayer lo mojaste. Busca
la eternidad, vive en la alta
contemplación de su figura.»
Palabrería de los libros
de la que deja el alma turbia.
Serenidad que se nos vende
por librarnos de la tortura,
por llenarnos de sueño el alma
y rodeárnosla de bruma.
Serenidad, tú para el muerto.
El hombre es hombre, y no le asusta
saber que el viento que hoy le canta
no volverá a cantarle nunca.
Serenidad, no te me entregues
ni te des nunca,
aunque te pida de rodillas
que me libertes de mi angustia.
Será que vivo sin saberlo
o que deserto de la lucha.
Tú no me escuches, no me eleves
hasta tu cumbre de luz única.
Palabrería de los libros
de la que deja el alma turbia.
Yo también me hago un poco libro,
me duermo el alma...
Luz difusa.
La madrugada se desgaja
agria y azul, como una fruta.
Cantan los pinos a lo lejos.
Un niño llora. Las desnudas
mujeres y hombres silenciosos
salen despacio de las últimas
sombras. Los pájaros me esperan.
Se alzan las olas. (Me preguntan
por qué.) Campanas... (Ayer niebla,
hoy claro sol y luego lluvia...)
¿Por qué? Las hojas se estremecen...
Voy inundándome de música.
ACELERANDO
Aquí, en este momento, termina todo,
se detiene la vida. Han florecido luces amarillas
a nuestros pies, no sé si estrellas. Silenciosa
cae la lluvia sobre el amor, sobre el remordimiento.
Nos besamos en carne viva. Bendita lluvia
en la noche, jadeando en la hierba,
trayendo en hilos aroma de las nubes,
poniendo en nuestra carne su dentadura fresca.
Y el mar sonaba. Tal vez fuera su espectro
porque eran miles de kilómetros
los que nos separaban de las olas,
y lo peor, miles de días pasados y futuros nos separaban.
Descendían en la sombra las escaleras.
Dios sabe a dónde conducían. Qué más daba. «Ya es hora
-dije yo-, ya es hora de volver a tu casa.»
Ya es hora. En el portal, «Espera», me dijo. Regresó
vestida de otro modo, con flores en el pelo.
Nos esperaban en la iglesia. «Mujer te doy.» Bajamos
las gradas del altar. El armonio sonaba.
Y un violín que rizaba su melodía empalagosa.
Y el mar estaba allí. Olvidado y apetecido
tanto tiempo. Allí estaba. Azul y prodigioso.
Y ella y yo solos, con harapos de sol y de humedad.
«¿Dónde, dónde la noche aquella, la de ayer...?», preguntábamos
al subir a la casa, abrir la puerta, oír al niño que salía
con su poco de sombra con estrellas,
su agua de luces navegantes,
sus cerezas de fuego. Y yo puse mis labios
una vez más en la mejilla de ella. Besé hondamente.
Los gusanos labraron tercamente su piel. Al retirarme
lo vi. Qué importa, corazón. La música encendida,
y nosotros girando. No: inmóviles. El cáliz de una flor
gris que giraba en torno vertiginosa.
Dónde la noche, dónde el mar azul, las hojas de la lluvia.
Los niños -quiénes son, que hace un instante
no estaban-, los niños aplaudieron, muertos de risa:
«Qué ridículos, papá, mamá». «A la cama», les dije
con ira y pena. Silencio. Yo besé
la frente de ella, los ojos con arrugas
cada vez más profundas. ¿Dónde la noche aquella,
en qué lugar del universo se halla? «Has sido duro
con los niños.» Abrí la habitación de los pequeños,
volaron pétalos de lluvia. Ellos estaban afeitándose.
Ellas salían con sus trajes de novia. Se marcharon
los niños -¿por qué digo los niños?- con su amor,
con sus noches de estrellas, con sus mares azules,
con sus remordimientos, con sus cuchillos de buscar
bajo la carne. Dónde, dónde la noche aquella,
dónde el mar... Qué ridículo todo: este momento detenido,
este disco que gira y gira en el silencio,
consumida su música...
CAE EL SOL
Perdóname. No volverá a ocurrir.
Ahora quisiera
meditar, recogerme, olvidar: ser
hoja de olvido y soledad.
Hubiera sido necesario el viento
que esparce las escamas del otoño
con rumor y color.
Hubiera sido necesario el viento.
Hablo con humildad,
con la desilusión, la gratitud
de quien vivió de la limosna de la vida.
Con la tristeza de quien busca
una pobre verdad en que apoyarse y descansar.
La limosna fue hermosa -seres, sueños, sucesos, amor-,
don gratuito, porque nada merecí.
¡Y la verdad! ¡Y la verdad!
Buscada a golpes, en los seres,
hiriéndolos e hiriéndome;
hurgada en las palabras;
cavada en lo profundo de los hechos
-mínimos, gigantescos, qué más da:
después de todo, nadie sabe
qué es lo pequeño y qué lo enorme;
grande puede llamarse a una cereza
( "hoy se caen solas las cerezas",
me dijeron un día, y yo sé por qué fue ),
pequeño puede ser un monte,
el universo y el amor.
Se me había olvidado algo
que había sucedido.
Algo de lo que yo me arrepentía
o, tal vez, me jactaba.
Algo que debió ser de otra manera.
Algo que era importante
porque pertenecía a mi vida: era mi vida.
(Perdóname si considero importante mi vida:
es todo lo que tengo, lo que tuve;
hace ya mucho tiempo, yo la habría vivido
a oscuras, sin lengua, sin oídos, sin manos,
colgado en el vacío,
sin esperanza.)
Pero se me ha borrado
la historia (la nostalgia)
y no tengo proyectos
para mañana, ni siquiera creo
que exista ese mañana (la esperanza).
Ando por el presente
y no vivo el presente
(la plenitud en el dolor y la alegría).
Parezco un desterrado
que ha olvidado hasta el nombre de su patria,
su situación precisa, los caminos
que conducen a ella.
Perdóname que necesite
averiguar su sitio exacto.
Y cuando sepa dónde la perdí,
quiero ofrecerte mi destierro, lo que vale
tanto como la vida para mí, que es su sentido.
Y entonces, triste, pero firme,
perdóname, te ofreceré una vida
ya sin demonio ni alucinaciones.
EL ENEMIGO
Nos mira. Nos está acechando. Dentro
de ti, dentro de mí, nos mira. Clama
sin voz, a pleno corazón. Su llama
se ha encarnizado en nuestro oscuro centro.
Vive en nosotros. Quiere herirnos. Entro
dentro de ti. Aúlla, ruge, brama.
Huyo, y su negra sombra se derrama,
noche total que sale a nuestro encuentro.
Y crece sin parar. Nos arrebata
como a escamas de octubre el viento. Mata
más que el olvido. Abrasa con carbones
inextinguibles. Deja devastados
días de sueños. Malaventurados
los que le abrimos nuestros corazones.
LA SOMBRA
¿Todo en Él es presente:
el futuro, el pasado?
Lo que será y ha sido
¿es actual en sus manos?
¿A un tiempo toca
la semilla y el árbol?
¿En el brote ve el tronco
talado y abrasado?
Nos contempla y ¿tan solo
puede llorar, llorarnos?
¿Nos tiene ya en su gloria?
¿Nos tiene condenados?
¿Ve en nuestros pobres huesos
el alba y el ocaso?
¿No puede detenernos
ni puede apresurarnos?
¿Llora por lo que tiene
que pasar (y ha pasado)?
¿Llora por lo que ha sido
(por lo que aún no ha llegado)?
¿Nos arranca del tiempo
para que no suframos
nosotros, sus heridas
criaturas, esclavos
sombríos? ¿Nos ve ciegos
y no puede guiarnos?
CANCIÓN DE CUNA PARA DORMIR A UN PRESO
La gaviota sobre el pinar.
(La mar resuena.)
Se acerca el sueño. Dormirás,
soñarás, aunque no lo quieras.
La gaviota sobre el pinar
goteado todo de estrellas.
Duerme. Ya tienes en tus manos
el azul de la noche inmensa.
No hay más que sombra. Arriba, luna.
Peter Pan por las alamedas.
Sobre ciervos de lomo verde
la niña ciega.
Ya tú eres hombre, ya te duermes,
mi amigo, ea...
Duerme, mi amigo. Vuela un cuervo
sobre la luna, y la degüella.
La mar está cerca de ti,
muerde tus piernas.
No es verdad que tú seas hombre;
eres un niño que no sueña.
No es verdad que tú hayas sufrido:
son cuentos tristes que te cuentan.
Duerme. La sombra toda es tuya,
mi amigo, ea...
Eres un niño que está serio.
Perdió la risa y no la encuentra.
Será que habrá caído al mar,
la habrá comido una ballena.
Duerme, mi amigo, que te acunen
campanillas y panderetas,
flautas de caña de son vago
amanecidas en la niebla.
No es verdad que te pese el alma.
El alma es aire y humo y seda.
La noche es vasta. Tiene espacios
para volar por donde quieras,
para llegar al alba y ver
las aguas frías que despiertan,
las rocas grises, como el casco
que tú llevabas a la guerra.
La noche es amplia, duerme, amigo,
mi amigo, ea...
La noche es bella, está desnuda,
no tiene límites ni rejas.
No es verdad que tú hayas sufrido,
son cuentos tristes que te cuentan.
Tú eres un niño que está triste,
eres un niño que no sueña.
Y la gaviota está esperando
para venir cuando te duermas.
Duerme, ya tienes en tus manos
el azul de la noche inmensa.
Duerme, mi amigo...
Ya se duerme
mi amigo, ea...
DESALIENTO
«No quiero que pienses», dices
Tú sabes que sólo en ello
puedo pensar. Pasarán
los días, las noches. Tiempos
vendrán sin nosotros. soles
brillarán en cielos nuevos.
Ecos de campana harán
más misterioso el silencio.
(«No quiero que pienses».)
Yo seguiré pensando en ello.
Quisiera hablarte de hermosas
fábulas, de pensamientos
luminosos, de jornadas
soñadas, de flores, vientos,
caricias, ternuras, gracias,
secretos;
pero en la boca me nacen
palabras de fuego.
Como llamas silenciosas
me abrasan por dentro.
Debiera decirte «amor»,
«fantasía», «sueño».
Yo sólo pregunto cómo
fue posible aquello.
Seguiría, paso a paso,
la huella de tu andar. Dentro
de tu vida escondería
la vida que muero.
«No quiero que pienses». Yo
digo que no pienso en ello.
(Cómo podría olvidarlo
sin haberme muerto.)
PLAZA SOLA
Cuando se fueron todos
me quedé a solas con mi alma.
Plaza cuadrada, con su fuente
sin una lágrima de agua.
Balcones de piedra y de hierro.
Tejados de teja dorada.
Vencejos de la primavera
por el aire de la mañana...
Qué sosiego volver, hablarte,
abrazarte con mis miradas,
besarte la boca de tiempo
donde el polvo seca la lágrima.
Qué descanso poner mi oído
sobre tu madera encantada,
apurar las gotas de música
de la caja de tu guitarra,
recordar, preguntar, soñar
ahora que nada importa nada...
(Borro los pájaros. Enciendo
un cáliz de oro ante una acacia.
Y, de pronto, un rumor lejano,
como de mar que se desata,
órgano de oro que libera
sus ruiseñores y sus aguas,
viento del sur que pulsa y sopla
espigas y juncos y cañas...
Ya los balcones solitarios
se han poblado de hombres que cantan,
de hombres que sueñan y se yerguen
en el umbral de la mañana.
Las flores doblan su carmín
allá en las praderas lejanas.
Las piedras sacuden el yugo
de los siglos que las encantan.
Todo resurge, clama, vive,
mueve sus pies, pezuñas, alas,
arde en la hoguera del instante,
hinche los mares y montañas
desborda el tiempo, como un pájaro
que abre la puerta de su jaula.
Y, vencido el tiempo, en las manos
de Dios se duerme, que lo canta...)
Cuando se fueron todos, yo
me quedé a solas con mi alma.
Plaza cuadrada, con su fuente
sin una lágrima de agua.
Abril, blandiendo por el cielo
su acero pálido de espada.
Qué sosiego tocarte, verte,
abrazarte con mis miradas,
apurar las gotas de música
de la caja de tu guitarra,
vagar sin fin y sin origen
sobre tus piedras hechizadas...
Andar sintiendo el alma muerta.
Dios mío, ya sin esperanza...
MADRIGAL
Lo más hermoso, aquello
que no puede comprarse,
que vale, frente a un copo de tu espuma,
si se sabe mirar,
frente a una pluma de tormenta, rota
sobre tu orilla, frente
a tus platas y azules,
metales y cristales,
si se los sabe oler, gustar, tocar, oír...
Qué vale nada lo que tú. Rebosa
la eternidad tu vaso,
llueve su vino sobre nuestra carne.
Una concha roída
por los gusanos de tu mar, un poco,
de cal, y bruma, y nácar,
pude hacernos llorar,
ensancha las fronteras
del alma, desmorona
los muros negros de la realidad.
Qué vale nada, todo,
lo que tú, playa mía,
lirio de arena, selva
de círculos de oro,
túnica ardiente, pálida campana,
palacio sumergido,
inolvidable...
PARA UN ESTETA
Tú que hueles la flor de la bella palabra
acaso no comprendas las mías sin aroma.
Tú que buscas el agua transparente
no has de beber mis aguas rojas.
Tú que sigues el vuelo de la belleza, acaso
nunca jamás pensaste cómo la muerte ronda
ni cómo vida y muerte -agua y fuego- hermanadas
van socavando nuestra roca.
Perfección de la vida que nos talla y dispone
para la perfección de la muerte remota.
Y lo demás, palabras, palabras, y palabras,
¡ay, palabras maravillosas!
Tú que bebes el vino en la copa de plata
no sabes el camino de la fuente que brota
en la piedra. No sacias tu sed en agua pura
con tus dos manos como copa.
Lo has olvidado todo porque lo sabes todo.
Te crees dueño, no hermano menor de cuanto nombras.
Y olvidas las raíces ( «Mi Obra», dices ), olvidas
que vida y muerte son tu obra.
No has venido a la tierra a poner diques y orden
en el maravilloso desorden de las cosas.
Has venido a nombrarlas, a comulgar con ellas
sin alzar vallas a su gloria.
Nada te pertenece. todo es afluente, arroyo.
Sus aguas en tu cauce temporal desembocan.
Y hechos un solo río os vertéis en el mar
«que es el morir», dicen las coplas.
No has venido a poner orden, dique. Has venido
a hacer moler la muela con tu agua transitoria.
Tu fin no está en ti mismo ( «Mi Obra», dices ), olvidas
que vida y muerte son tu obra.
Y que el cantar que hoy cantas será apagado un día
por la música de otras olas.
CON LAS PIEDRAS, CON EL VIENTO...
Con las piedras, con el viento
hablo de mi reino.
Mi reino vivirá mientras
estén verdes mis recuerdos.
Cómo se pueden venir
nuestras murallas al suelo.
Cómo se puede no hablar
de todo aquello.
El viento no escucha. No
escuchan las piedras, pero
hay que hablar, comunicar,
con las piedras, con el viento.
Hay que no sentirse solo.
Compañía presta el eco.
El atormentado grita
su amargura en el desierto.
Hay que desendemoniarse,
liberarse de su peso.
Quien no responde, parece
que nos entiende,
con las piedras, con el viento.
Se exprime así el alma. Así
se libra de su veneno.
Descansa, comunicando
con las piedras, con el viento.
SEGUNDO AMOR
No quiero que desgranes tu pasado en mis manos,
porque sólo el presente ofrece carne viva.
Sería, recordar, sentir dolores de otros
doliendo en nuestras vidas.
Serenidad. Se siente el otoño en el alma
caer, con la tristeza de su razón cumplida.
A qué mirar adentro, a la espalda, pensar
en la luz que declina.
Quisiera preguntarte; pero yo me someto.
Contengo la pregunta con la mano en la herida.
No quiero que desgranes tu pasado, que tornes
a lo que no se olvida.
APAGAMOS LAS MANOS. DEJAMOS ENCIMA DEL MAR MARCHITARSE LA LUNA...
Apagamos las manos. Dejamos encima del mar marchitarse la luna
y nos pusimos a andar por la tierra cumplida de sombra.
Ahora ya es tarde. Las albas vendrán a ofrecernos sus húmedas flores.
Ciegos iremos. Callados iremos, mirando algo nuestro que escapa
hacia su patria remota.
(Nuestro espíritu debe de ser, que cabalga
sobre las olas.)
Ahora ya es tarde. Apagamos las manos felices
y nos ponemos a andar por la tierra cumplida de sombra.
Hemos caído en un pozo que ahoga los sueños.
Hemos sentido la boca glacial de la muerte tocar nuestra boca.
Antes, entonces, con qué gozo ardiente,
con qué prodigioso encenderse de aurora
modelamos en nieblas efímeras, en pasto de brisas ligeras,
nuestra cálida hora.
Y cómo apretamos las ubres calientes. Y cómo era hermoso
pensar que no había ni ayer, ni mañana, ni historia.
Ahora ya es tarde; apagamos las manos felices
y nos ponemos a andar por la tierra cumplida de sombra.
Cómo errar por los años, como astros gemelos, sin fuego,
como astros sin luz que se ignoran.
Cómo andar, sin nostalgia, el camino, soñando dos sueños distintos
mientras en torno el amor se desploma.
Ahora ya es tarde. Sabemos. Pensamos. (Buscábamos almas.)
Ahora sabemos que el alma no es piedra ni flor que se toca.
Como astros gemelos y ajenos pasamos, sabiendo
que el alma se niega si el cuerpo se niega.
Que nunca se logra si el cuerpo se logra.
Dejamos encima del mar marchitarse la luna.
Cómo errar, por los años, sin gloria.
Cómo aceptar que las almas son vagos ensueños
que en sueños tan sólo se dan, y despiertos se borran.
Qué consuelo ha de haber, si lograr una gota de un alma
es pretender apresar el latir de la tierra, desnuda y redonda.
Estamos despiertos. Sabemos. Como astros soberbios, caídos,
sentimos la boca glacial de la muerte tocar nuestra boca.
TEORÍA Y ALUCINACIÓN DE DOUBLIN
I. TEORÍA
Un instante vacío
de acción puede poblarse solamente
de nostalgia o de vino.
Hay quien lo llena de palabras vivas,
de poesía (acción
de espectros, vino con remordimiento).
Cuando la vida se detiene,
se escribe lo pasado o lo imposible
para que los demás vivan aquello
que ya vivió (o que no vivió) el poeta.
Él no puede dar vino,
nostalgia a los demás: sólo palabras.
Si les pudiese dar acción...
La poesía es como el viento,
o como el fuego, o como el mar.
Hace vibrar árboles, ropas,
abrasa espigas, hojas secas,
acuna en su oleaje los objetos
que duermen en la playa.
La poesía es como el viento,
o como el fuego, o como el mar:
da apariencia de vida
a lo inmóvil, a lo paralizado.
Y el leño que arde,
las conchas que las olas traen o llevan,
el papel que arrebata el viento,
destellan una vida momentánea
entre dos inmovilidades.
Pero los que están vivos,
los henchidos de acción,
los palpitantes de nostalgia o vino,
esos... felices, bienaventurados,
porque no necesitan las palabras,
como el caballo corre, aunque no sople el viento,
y vuela la gaviota, aunque esté seco el mar,
y el hombre llora, y canta,
proyecta y edifica, aun sin el fuego.
II. ALUCINACIÓN
Me acuerdo de los árboles de Dublín.
(Imaginar y recordar
se superponen y confunden;
pueblan, entrelazados, un instante
vacío con idéntica emoción.
Imaginar y recordar...)
Me acuerdo de los árboles de Dublín...
Alguien los vive y los recuerdo yo.
De los árboles caen hojas doradas
sobre el asfalto de Madrid.
Crujen bajo mis pies, sobre mis hombros,
acarician mis manos,
quisieran exprimirme el corazón.
No sé si lo consiguen...
Imaginar y recordar...
Hay un momento que no es mío,
no sé si en el pasado, en el futuro,
si en lo imposible... Y lo acaricio, lo hago
presente, ardiente, con la poesía.
No sé si lo recuerdo o lo imagino.
(Imaginar y recordar me llenan
el instante vacío.)
Me asomo a la ventana.
Fuera no es Dublín lo que veo,
sino Madrid. Y, dentro, un hombre
sin nostalgia, sin vino, sin acción,
golpeando la puerta.
Es un espectro
que persigue a otro espectro del pasado:
el espectro del viento, de la mar,
del fuego -ya sabéis de qué hablo-, espectro
que pueda hacer que cante, hacer que vibre
su corazón, para sentirse vivo.
SÓLO MATERIA DE SOMBRAS...
Sólo materia de sombras,
criaturas de la noche,
nubes espectrales, seres
dolorosamente informes,
visiones o pesadillas
llegadas no sé de dónde,
ráfagas resucitadas
que fueron mujeres y hombres,
que tuvieron carne y sueños
donde anidaban los soles
y ahora son sólo penumbra,
ríos de negros acordes,
tristezas desenterradas,
pesadillas o visiones,
llamando siempre a la puerta
de quienes no los conocen.
EL HÉROE
Oí latir el corazón del mar
unido al de otras músicas -el vals, la polka, el tango,
el chárleston, el pasodoble, la rumba, el twist, el mádison-,
lo eterno y la que pasa, mano a mano.
La vida. El mar. Y las ciudades: hermosa Viena,
desasosegadora Nueva York,
pasando por París y por Madrid.
Músicas muertas en los tocadiscos
de los muchachos, como antaño en pianolas y organillos.
Música viva, como un mar que transcurre para los soñadores
-Bach, Schumann, Brahms o Debussy-;
señales de otras músicas futuras, de otras vidas,
de otros tiempos -Boulez, Berio, Stockhausen, Luis de Pablo-,
viejos probablemente cuando leáis estas palabras
viejas también, que ahora arrojo al olvido.
Entonces lo vi allí, al héroe, indiferente,
con su uniforme de guardarropía,
anacrónico. El pecho cubierto de medallas y de nobles cintajos,
maravillas de seda y cobre.
Vi al héroe, descansando sobre el banco de piedra.
Los jóvenes que pasan, navegan por la música.
Otros, ya con arrugas, oyen el canto de las olas.
Yo sólo, aquí, entre ellos, el más viejo de todos,
oigo música y mar al mismo tiempo. Es la armonía
de quien nació y ha muerto muchas veces.
No es frecuente que sea así, pero sucede, como ahora:
de súbito se encienden mar y música;
estallan tiempo, espacio, fuera y dentro;
giran deslumbradores vida de ayer y sangre fresca:
es como un huracán irresistible.
Es como un fuego. Yo iba andando
con la felicidad de adentro
y la felicidad de afuera,
suma de aquella humanidad entre la que pasaba.
Y vi al hombre: «Qué harás aquí -le dije-,
descorazonadora criatura,
carcomiendo la plenitud. Qué se habrá muerto
dentro de ti».
Y yo, que oía
todos los sones, sólo oí el silencio, su silencio,
el silencio del héroe,
sordo al mar, a la música, a sus recuerdos y proyectos.
Nueve décimas partes de su vida
debieron de pasar sin acercarse al mar,
sin sospechar siquiera qué paciencia salada,
qué artesanía de olas y de días
son necesarias para producirse
el prodigio de un árbol de coral,
la fantasía helicoidal de un caracol.
Era un héroe deshabitado, sin corona de roble
que le ciña de días gloriosos.
Despojad un instante a esta palabra
-héroe- de tantas adherencias literarias. Borrad
las iconografías consabidas:
Grecia y piedra rosada, cara al mar,
héroes ecuestres del Renacimiento...
Era otra cosa el hombre que yo vi.
Nació en alguna aldea del interior de España-
La piel endurecida, impasibles los ojos
que nada vieron nunca si no fue la llanura
circundada de encinas, donde nació y vivió.
(Donde vivió esperando
su tren de muerte, como yo ahora espero,
mientras nerviosamente escribo estos recuerdos,
al tren que ha de llegar a Medina del Campo
casi al amanecer. Estos sucesos
ocurrieron lejos de aquí, y en mí vivían
solicitando forma, para no ser pura nostalgia.
Sólo esta noche pude hallarles la palabra.)
Allí vivió veinte años. Un día, le hizo hombre
la guerra: le dio fe, lejanías y llamas.
Llegó hasta el mar; el mar le hizo sentirse libre;
mojó en el mar su cuerpo,
conquistó tierras, hizo prisioneros,
bebió vino de muerte, sintió tristeza y sintió ira;
tal vez fuera marcado por la metralla. Estuvo vivo
como nunca lo estuvo ni volvería a estarlo.
Dio razón y entusiasmo a su vida:
se la jugó con alegría a una carta tapada.
Luego, volvió a su pueblo a ensartar días y cosechas,
a dorar con melancolías
su estatua coronada de olas.
Y he aquí que al cabo de los años
llega otra vez junto al mar luminoso.
Donde dejó entusiasmo, vida y fe,
ha encontrado el silencio,
el mismo de las eras de su aldea,
mas ya sin esperanza.
Ha desfilado entre banderas, entre cánticos;
resucitaron las palabras en la garganta joven;
ha bebido el vino de antaño
y paseado su embriaguez gloriosa.
Desde las doce a la una y media
ha durado el desfile de estos supervivientes,
nostálgicos representantes
de un drama, escrito hace quién sabe cuántos años.
Después de la comida y los discursos
cayó el telón. Y oyó el silencio de los espectadores.
Y el silencio del mar. Y el de su vida.
Dijeron: «A las nueve al autobús;
hay que llegar temprano a casa.»
Oyó el silencio de su vida.
Desconocido entre desconocidos,
anduvo por las calles, sin rumbo. Se sentó
enfrente de las olas. Volvió el naipe
y no había figura pintada en él. Y oyó el silencio.
¿Comprendéis? El nordeste cesa al atardecer.
Ya ni siquiera hace temblar la ropa de este hombre.
No le deja en la mano el aroma del arma
con que mató a la muerte hace ya tiempo.
Van los muchachos por su lado, destruyen
la muerte con la música, como ayer con la pólvora.
Destruyen con la música la vida.
Con la música crean un inmenso silencio.
LAS NUBES
Inútilmente interrogas.
Tus ojos miran al cielo.
Buscas detrás de las nubes,
huellas que se llevó el viento.
Buscas las manos calientes,
los rostros de los que fueron,
el círculo donde yerran
tocando sus instrumentos.
Nubes que eran ritmo, canto
sin final y sin comienzo,
campanas de espumas pálidas
volteando su secreto,
palmas de mármol, criaturas
girando al compás del tiempo,
imitándole la vida
su perpetuo movimiento.
Inútilmente interrogas
desde tus párpados ciegos.
¿Qué haces mirando a las nubes,
José Hierro?
VIDA
Después de todo, todo ha sido nada,
a pesar de que un día lo fue todo.
Después de nada, o después de todo
supe que todo no era más que nada.
Grito «¡Todo!», y el eco dice «¡Nada!»
Grito «¡Nada!», y el eco dice «¡Todo!»
Ahora sé que la nada lo era todo.
y todo era ceniza de la nada.
No queda nada de lo que fue nada.
(Era ilusión lo que creía todo
y que, en definitiva, era la nada.)
Qué más da que la nada fuera nada
si más nada será, después de todo,
después de tanto todo para nada.
CABALLERO DE OTOÑO
Viene, se sienta entre nosotros,
y nadie sabe quién será,
ni por qué cuando dice nubes
nos llenamos de eternidad.
Nos habla con palabras graves
y se desprenden al hablar
de su cabeza secas hojas
que en el viento vienen y van.
Jugamos con su barba fría.
Nos deja frutos. Torna a andar
con pasos lentos y seguros
como si no tuviera edad.
Él se despide. ¡Adiós! Nosotros
sentimos ganas de llorar.
DON ANTONIO MACHADO TACHA EN SU AGENDA UN NÚMERO DE TELÉFONO
Borra de tu memoria
este número de teléfono.
2-6-8-1-4-5-6.
Táchalo en tu agenda.
Si ahora marcaras este número que no puede escucharte,
nadie respondería. Este número sordomudo:
2-6-8-1-4-5-6.
Borra, olvídalo, tacha este número muerto:
es uno más, aunque fue único.
Las hojas de tu agenda tienen más tachaduras
que números y nombres.
Ya quedan menos a los que llamar;
apenas quedan números y nombres que te hablen
o que te escuchen: 2-6-8-1-4-5-6.
Haz todo lo que puedas para que se disuelva en tu memoria:
destrúyelo, trastuécalo:
8-6-2-4-1-5-4,
rómpele el ritmo que le correspondía:
4-5-2-6-1-8-4,
ya no lo necesitas,
no necesitas esos números, esos nombres o sombras.
2-6-8-1-4-5-6:
«¿Está Leonor?»
Y suponiendo que alguien te responda,
será otra voz la que responderá.
Baraja el número, confúndelo, desordénalo.
Así: 1-4-2-5-6-8.
«¿Está Guiomar?»
Baraja números y nombres, barájalos,
sobre todo los nombres:
«¿Está Guionor?» «¿Está Leomar?»
Silencio.
Olvida, tacha, borra, desvanece
esos nombres y números,
no intentes modelar la niebla.
resígnate a que el viento la disperse.
¡Colinas plateadas...!
RÉQUIEM
Manuel del Río, natural
de España, ha fallecido el sábado
11 de mayo, a consecuencia
de un accidente. Su cadáver
está tendido en D'Agostino
Funeral Home. Haskell. New Jersey.
Se dirá una misa cantada
a las 9,30 en St. Francis.
Es una historia que comienza
con sol y piedra, y que termina
sobre una mesa, en D'Agostino,
con flores y cirios eléctricos.
Es una historia que comienza
en una orilla del Atlántico.
Continúa en un camarote
de tercera, sobre las olas
—sobre las nubes— de las tierras
sumergidas ante Poseidón.
Halla en América su término
con una grúa y una clínica,
con una esquela y una misa
cantada, en la iglesia de St. Francis.
Al fin y al cabo, cualquier sitio
da lo mismo para morir:
el que se aroma de romero,
el tallado en piedra o en nieve,
el empapado de petróleo.
Da lo mismo que un cuerpo se haga
piedra, petróleo, nieve, aroma.
Lo doloroso no es morir
acá o allá...
Requiem aeternam,
Manuel del Río. Sobre el mármol
en D'Agostino, pastan toros
de España, Manuel, y las flores
(funeral de segunda, caja
que huele a abetos del invierno)
cuarenta dólares. Y han puesto
unas flores artificiales
entre las otras que arrancaron
al jardín... Liberanos domine
de morte aeterna... Cuando mueran
James o Jacob verán las flores
que pagaron Giulio o Manuel...
Ahora descienden a tus cumbres
garras de águila. Dies irae.
Lo doloroso no es morir
dies illa acá o allá;
sino sin gloria...
Tus abuelos
fecundaron la tierra toda,
la empaparon de la aventura.
Cuando caía un español
se mutilaba el Universo.
Los velaban no en D'Agostino
Funeral Home, sino entre hogueras,
entre caballos y armas. Héroes
para siempre. Estatuas de rostro
borrado. Vestidos aún
sus colores de papagayo,
de poder y de fantasía.
Él no ha caído así. No ha muerto
por ninguna locura hermosa.
(Hace mucho que el español
muere de anónimo y cordura,
o en locuras desgarradoras
entre hermanos: cuando acuchilla
pellejos de vino derrama
sangre fraterna). Vino un día
porque su tierra es pobre. El Mundo,
Liberanos Domine, es patria.
Y ha muerto. No fundó ciudades.
No dio su nombre a un mar. No hizo
más que morir por diecisiete
dólares (él los pensaría
en pesetas). Requiem aeternam.
Y en D'Agostino lo visitan
los polacos, los irlandeses,
los españoles, los que mueren
en el week-end.
Requiem aeternam.
Definitivamente todo
ha terminado. Su cadáver
está tendido en D'Agostino
Funeral Home. Haskell. New Jersey.
Se dirá una misa cantada
por su alma.
Me he limitado
a reflejar aquí una esquela
de un periódico de New York.
Objetivamente. Sin vuelo
en el verso. Objetivamente.
Un español como millones
de españoles. No he dicho a nadie
que estuve a punto de llorar.
EL LIBRO
Irás naciendo poco
a poco, día a día.
Como todas las cosas
que hablan hondo, será
tu palabra sencilla.
A veces no sabrán
qué dices. No te pidan
luz. Mejor en la sombra
amor se comunica.
Así, incansablemente,
hila que te hila.
EL MUERTO
Aquel que ha sentido una vez en sus manos temblar la alegría
no podrá morir nunca.
Yo lo veo muy claro en mi noche completa.
Me costó muchos siglos de muerte poder comprenderlo,
muchos siglos de olvido y de sombra constante,
muchos siglos de darle mi cuerpo extinguido
a la hierba que encima de mí balancea su fresca verdura.
Ahora el aire, allá arriba, más alto que el suelo que pisan los vivos,
será azul. Temblará estremecido, rompiéndose,
desgarrado su vidrio oloroso por claras campanas,
por el curvo volar de los gorriones,
por las flores doradas y blancas de esencias frutales.
(Yo una vez hice un ramo con ellas.
Puede ser que después arrojara las flores al agua,
puede ser que le diera las flores a un niño pequeño,
que llenara de flores alguna cabeza que ya no recuerdo,
que a mi madre llevara las flores:
yo quería poner primavera en sus manos.)
¡Será ya primavera allá arriba!
Pero yo que he sentido una vez en mis manos temblar la alegría
no podré morir nunca.
Pero yo que he tocado una vez las agudas agujas del pino
no podré morir nunca.
Morirán los que nunca jamás sorprendieron
aquel vago pasar de la loca alegría.
Pero yo que he tenido su tibia hermosura en mis manos
no podré morir nunca.
Aunque muera mi cuerpo, y no quede memoria de mí.
VILLANCICO EN CENTRAL PARK
Vistió la noche, copo a copo,
pluma a pluma,
lo que fue llama y oro,
cota de malla del guerrero otoño
y ahora es reino de la blancura.
¿Qué hago yo, profanando, pisando
tan fragilísimo plumaje?
Y arranco con mis manos
un puñado, un pichón de nieve,
y con amor, y con delicadeza y con ternura
lo acaricio, lo acuno, lo protejo.
Para que no llore de frío.
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